Comentario
Por extraño que parezca, en vista de su retraso cultural, el Alto Egipto conservó la escultura en piedra durante el Primer Periodo Intermedio. Aunque sólo fuera una tosca figura, en las tumbas que podían permitírselo, la tradición no se perdió del todo. En Asiut, por ejemplo, la gente acomodada adquiría una estatuilla de piedra del único escultor o taller que las fabricaba, y la colocaba en el lugar de honor de la tumba, en compañía de otras muchas de madera. Algo parecido ocurría en todas partes donde había algún artesano, que seguramente pedía un buen precio por sus figuritas, de pie o sentadas, hechas en serie y que sólo iban a diferenciarse por el nombre del cliente, que se les grababa.
El único faraón que cuenta con estatuas seguras es Mentuhotep, y para eso pocas de ellas conservan la cabeza. Son todas figuras de una fortaleza sobrehumana. Parece como si la estatuaria estuviese empezando otra vez y partiendo por ello del ídolo mágico, tosco y primitivo. No sabemos por qué (desde luego, no para ser vistas en escorzo en lo alto de un pedestal o de una escalera) tienen unas piernas enormes y los dedos de los pies un poco abiertos en abanico. La estatua es aún más piedra o tronco de árbol que criatura de carne y hueso.
Dentro de esta facies rústica, la estatua sedente hallada en el cenotafio de Deir el-Bahari es digna del puesto de primera fila que ocupa en la galería de los monumentos faraónicos. Arrebujado en el manto de la fiesta del Sed, que le obligaba a mantener los brazos cruzados sobre el pecho, el rey aparece aquí sentado en el trono y llevando la corona roja del Bajo Egipto. A este color rojo de la corona y al grisáceo de la capa, se suma, formando un contraste vivísimo, el negro oliváceo de la tez, que infunde a la estatua una apariencia espectral. Como dice Vandier, uno se siente seducido, no por el encanto, sino por el vigor casi brutal de esta obra extraordinaria.
La transición del Imperio Antiguo al Medio puede observarse en dos niveles sociales. En el propio de la clase medía, que es el más general, se hace muy sensible el descenso del nivel de vida y de cultura. Sirvan de ejemplo estelas como las de Dendera, derivadas de los relieves de las puertas falsas de las mastabas. Además de los jeroglíficos de rigor, se esculpe en ellas la figura de perfil del difunto, solo o en compañía de su consorte, unas veces en la rutinaria actitud de marcha, con la vara en una mano y el cetro en la otra, otras sentado ante el velador de los panes y demás viandas. Las personas parecen, por lo regular, algo más flacas que antaño, y desde luego están diseñadas con poca o ninguna gracia.